14/11/07

Pizarnik suicida, animal de monte que se llena de brillos los ojos con farolas de carretera.
Pizarnik, bruta suicida, ¿por que no esperaste a María Mercedes?
Hubiesen sido las mejores amigas.
Tal vez algún optimista que crea en el limbo (ya ni la iglesia siquiera), sueñe con ustedes juntas rasguñando cavernas.
Alguien, no yo. Yo vivo gracias a Jebús, rezo por las noches, odio la poesía y me baño a baldados de agua fría.
Yo, gracias al catequismo, soy un hoyo negro, una maldita descreída.

13/11/07

Accion y reaccion

Lo mas extraño fue cuando le dio la espalda sabiendo que no iba a voltear, que no iba a regalarle esa mirada desde lejos. En ese momento pensó que después de todo no era tan feliz, que esta era otra relación que no le llenaba del todo. Ese tipo de cosas siempre son como piedras en la cabeza, de las que uno no puede salvarse, así quiera. 
No podía ocultar que mientras ella hablaba sin parar, pensaba en la razón por la que, a pesar de lo desastrosa que fue la anterior, se sentía mucho mas verdadera, mas tangible. Tampoco pudo negar que en un momento pensó en volver atrás. 
Entonces se preguntó a sí mismo por qué no voltear era una decisión tan inamovible, una regla de oro, algo en lo que no pensaba ceder. Se pregunto en que punto de su vida estaría en este momento para actuar de la manera en la que lo hacía: esa actitud poco interesada, poco dada a ruegos e insistencias ¿Será que definitivamente era incapaz de darse a la otra persona? ¿Era alérgico al sentimiento?, ¿a la sola idea de sentir? Sonaba absurdo, era como decir “Voy a dejar de comer por que no quiero sentir nunca más esta hambre abrumadora”. 
No se quería enamorar. 
-"¡Voy a ser una femme fatale hasta el día en que me muera!". 
No quería querer. No quería dejar un ojo, un brazo, una pierna en cada relación. No quería mutilarse por amor y por eso no se quedaba, no era por más. Aunque uno no controla eso. 
-"¡Claro que si!
No. Finalmente, es incontrolable. Es total y completamente incontrolable. 
Imposible controlar el vértigo que produce el acostarse junto al otro y caer en cuenta, de repente, que su olor, su respiración son cosas tan ajenas, tan desesperadamente ajenas a uno, que resulta total y completamente hermoso. Es decir, es hermoso ver que toda esa mierda que uno es, todo ese hueco negro en la mitad del pecho, ese dolor que solía dar al caminar y al hablar solo, se va llenando poco a poco, se va calmando poco a poco, con todo lo que emana de ese pedazo de carne que se mueve y se queja entre dormido justo a lado. Y aun así…
- ¿Que te pasa?, ¿No puedes dormir?
- Hmmm, No. He estado pensando que quiero alejarme.
- Si, suena bien: pasar unos días en otro lado, tal vez en la playa, dormir en una hamaca, tomar sol, alejarse del computador.
- No, no. Alejarme de todo: de los amigos, de esta casa, de mi mismo, sobretodo de mi mismo... (De ti, realmente de ti)
Las peores revelaciones son, en definitiva, las que nacen de uno mismo, las que no se pueden negar por mas veces que uno se diga que lo que nada de eso es real, y que lo que uno teme que pase no va a pasar, justo en el preciso instante en que las cosas están sucediendo. 
En ese momento, cuando se despidieron en la calle todo fue tranquilo. Pero luego ¡Tas! La pedrada. Ahora, estando lejos, se daba cuenta de que tal vez todo fue un acto reflejo. Todo: conocerse, dormir juntos, hacer una vida. Defraudarse, dejarse. Ahora, en retrospectiva, entendía como ninguno de los dos había sido culpable y, también, que ambos fueron tan culpables como en algún momento de esa vida pudieron llegar a serlo.  

9/11/07

Nostalgia # 3

Sentada aquí en el borde de mi ventana pienso en mis hijos. 
Los veo a todos, donde quiera que estén y juego con ellos, con sus vidas, por horas enteras, 
mientras bebo té de limonaria para calmar los nervios. 
A veces simplemente fumo un cigarrillo y entonces mis hijos se amontonan en grandes grupos allá en el fondo de mis recuerdos.
El té se enfría demasiado pronto, lo cual es una lastima. Hay días en que exijo una taza más pequeña, porque la grande no conserva el calor. No me hacen caso. Tal vez si alguno de mis hijos dijera lo mismo acerca de la taza si lo escucharían, su voz seguramente seria más enérgica y limpia, 
no como la mía que se cansa con las vocales y convierte las eses en un silbido molesto.
Aquí desde la ventana me parece poder tocarlos a todos, sentir el olor de sus pieles limpias y sus cabellos suaves; aquí desde donde estoy los imagino a todos en una gran montaña donde cantan y ríen, o en un árbol sentados, esperando a que caiga la primera naranja para saltar sobre ella y devorarla.
¡Son tan hermosos mis hijos!
Aquí dentro el aire es caliente y se puede salir a caminar de noche, tal vez muchos de ellos viven en lugares demasiado fríos y se aburren los viernes por que llueve y no pueden salir. 
Creo que los quiero demasiado. 
Aquí sentada, en el borde gris de mi ventana, hastiada de la vida entera y de la limonaria, siento que son lo único bueno de mí: ellos, allá afuera. Después de todo mi ventana es pequeña, pero el mundo es grande y algunas veces bonito. Puede que de vez en cuando les agrade. ¡Ojala que algo les agrade! Yo en cambio ya no me preocupo por eso, ahora llevo otra vida aquí dentro, donde esas cosas no son indispensables. Aquí solo me preocupo por tener una taza pequeña, un cigarrillo de vez en cuando y la ventana abierta para poder sentarme en el borde a pensar en ellos.

Gatito Gris

Carmenza tenia las manos largas, no era ni alta ni baja y hacia poco se había teñido el pelo de un negro azul que la hacia aun menos brillante. No era ni lista ni tonta, pero había cometido la ineficacia de estudiar una carrera para gente adinerada, lo que tampoco tenía la suerte de ser.

Carmenza vivía en un pequeño apartamento en la mitad de la ciudad. Intentó tener un gato, pero este murió a los 3 días. Era demasiado pequeño, le dijeron. Se divertía moderadamente; daba pequeños paseos nocturnos y se mantenía al día de las novedades gracias a las vitrinas de los almacenes. A veces, al sonreír de cierta manera, algunos la encontraban “agraciada”.

A Carmenza le gustaba el Jazz y de vez en cuando compraba un buen disco en rebaja. Su trabajo en una librería le permitía leer los suficientes libros como para poder sostener una conversación medianamente decente; sin embargo, su mala paga jamás le acreditaba la relectura requerida para aspirar a algo más que ello. Tenía un abrigo negro bastante bonito, heredado de su madre, y unas gafas vintage que le cubrían la mitad de la cara.

Así pasaba sus días, enfundada en la pesada tela del abrigo y en el opaco cristal de sus lentes de sol. No le molestaba comer pizza todos los días en el mismo sitio, ni ver la gente pasar llena de bolsas de colores provenientes del centro comercial cercano. De noche al llegar a su casa, calentaba un té y se quitaba los zapatos, respiraba profundo y se tendía en su cama a oír a Dinah Washington, Duke Ellington, Chet Baker o Nina Simone. Mientras se quedaba dormida Carmenza se soltaba el pelo, se quitaba las gafas y dormía sin sueños toda la noche.

Era una vida segura, alejada de todo sobresalto o emoción pasajera, y ella estaba bien así. Algunas veces, cuando iba a mercar, siempre muy tarde en la noche, se cruzaba con la mirada de un chico que ocasionalmente le sonreía y ella se sentía contenta; se decía a sí misma que necesitar algo más que eso seria una completa tontería. Entonces agachaba la mirada y sonreía de vuelta, mientras apretaba más fuerte el canasto de la compra. A veces hubiese querido decir hola, pero entonces por alguna extraña conexión mental, se acordaba de su gatito.

Un viernes en la mañana, Carmenza se duchó como regularmente lo hacía. Mientras cerraba la llave del agua y trataba de alcanzar una toalla azul a rayas con la mano izquierda, Carmenza pisó un sobrante de shampoo para cabello teñido que había caído al azulejo de la ducha. En cuestión de segundos Carmenza resbaló sobre el azulejo, y en una desafortunada vuelta de trescientos sesenta grados su cabeza se golpeó contra el inodoro. Su muerte fue instantánea.

La noche anterior, mientras escuchaba a Billy Holliday, Carmenza había decidido que la próxima vez que se cruzara con el chico del mercado, le sonreiría sin agachar la mirada. Sin saberlo se había evitado un dolor. El chico, hacía ya un buen tiempo, había empezado a salir con una rubia que se sentaba a fumar en las escaleras de enfrente del mercado, y de la cual había logrado no solo una mirada, sino también un: “Disculpa? Tienes un fosforo?”