13/7/18


Ser y no ser,
pensar y no pensar.
Tener las piernas como rollos y mirarlos desde arriba,
intentando creerse que eso que está abajo no es de uno.
Estar.
Tener opiniones, o no tenerlas.
Hablar con uno mismo en la ducha, o en las tardes calladas de domingo.
Ser, estar.
Pasearse por la habitación soltando pequeñas frases inconexas,
como si eso fuese a calmar la pena que producen las acciones propias en retrospectiva.
Sollozar, rascarse, dormir, respirar.
Reírse de uno mismo y de su falta de memoria,
de la cara que debió haber puesto cuando pasó “TODO” eso.
Planear venganzas detalladamente.
Repasar libretos mentales de lo que diría, de lo que debió haber dicho,
de lo que sucedería si me encontrase con.
"Fracasar" con todo el ímpetu del mundo
y después encerrarse un mes, dos, tres…
saliendo solo para beber o comer,
o para dañarle la fiesta a alguien tan solo con la incomoda presencia.
Creerse capaz de eso, saberse capaz de
eso, y aún así ser nadie, ser nada,
y bailar en toalla saliendo de la ducha.
Vestirse sin cerrar las persianas, no por exhibicionismo, no por vanidad:
por pura y mundana pereza.
Quedarse despierto y no escribir una sola palabra más allá de estas palabras.
Existir. 
Vivir, así no más: sin glamour. Sin tanto brillo.

3/7/18

Lo que hace el silencio.


Cuando uno no tiene nada bueno que decir, es mejor quedarse callado. Esa frase había sido recurrente en su cabeza durante los tres días anteriores. Quedarse callado. Y así lo había hecho mientras lo escuchaba  hablar sobre si mismo y su trabajo de una manera tan apasionada que el peso de cada una de sus palabras la apabullaba como lo hacen las olas con un principiante en eso de las lides natatorias. Miraba por la ventana, entonces, con la esperanza de encontrar tan si quiera en alguna de sus actividades diarias la más remota pizca de esa pasión. No tuvo éxito. Con lo único que se encontró fue con la certeza de que su propio miedo se la había estado engullendo, y no tranquilamente, sino con una rapidez y un apetito tan desaforado que de lo que alguna vez había sido entusiasmo, combustión, ya no quedaban ni los huesos. «¿Será que alguna vez tuve todo ese fuego dentro de mi? ¿Será que estuve tan segura?» gritaba su cabeza, mientras que sus dedos hurgaban con angustia el mugre debajo de sus uñas y recordaban que, alguna vez, habían empuñado un lápiz con la misma sevicia; presionándolo contra el papel, haciéndolo escupir palabras con la misma facilidad con la que este personaje se empeñaba en describir, verborreicamente, lo bueno que era su arte.  Y lo era, como no. Ese juego de espejos al que había decido someterse tan solo resultaba cruel para consigo misma; había entrado en él sin saber como, ni en qué momento, dándole cabida a una especie de masoquismo sorpresivo que la desarmó frente a la certeza de haber abandonado su coraje, de no ser más que el caparazón de la llamarada que alguna vez la habitó. Recordó las palabras saliendo de sus dedos como un chorro incontrolable y los ojos se le aguaron de rabia frente a la certeza que le causó el saberse traicionada y traidora al mismo tiempo, a la claridad de comprender que había sido ella, nadie más que ella, quien se había atado el ladrillo y se había empujado al limbo desabrido de los que solo trabajan por un sueldo. Respiró. Trató de contener el nudo que se le formaba en la garganta, esta vez no de lástima, eso que por tantos años sintió por ella misma, tampoco de ira, sino de resignación: lo hecho, hecho estaba y ya no valía la pena llorar sobre la leche derramada. Pensó entonces en una hoja en blanco, la pensó tan fuertemente que bien hubiese podido materializarse frente a ella, pero no fue así; hubo de esperar unos buenos dos días, para sentarse frente al pedazo de papel y vomitar, sin respiro alguno, todo lo que ese día alcanzó a sentir.