Felicidad: esa palabra.
Una casa de luces encendidas en la que jamás nos detendremos;
que está allí en medio de una noche de carretera oscura,
como una pequeñísima esperanza
que nos anima a pisar el acelerador a fondo,
ese paisaje que desde donde estoy pareciese interminable.
Un paraje olvidado que cuelga ad infinitum de una puntilla oxidada.
La felicidad.
Y de boca para afuera siento como me abruma el peso de su existencia,
como me atrae nauseabundamente su carácter efímero,
residente en cosas tan vagas como el
calor del sol o las partículas de polvo que vuelan hacia él.
La felicidad.
Y me lo repito esperando que se materialice en mi vida por un tiempo mayor a cinco
segundos.
Cuatro, tres, dos, uno.
Nada.
20/1/13
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