10/12/07

Uno.

Y es que no puede haber solo esto: La ansiedad que produce el conocimiento, el peligro que plantea la ingenuidad. Es que no podemos ser únicamente miradas agudas, productos de lo que hemos visto, resultados de lo que hemos leído, la suma de un montón de referentes, de angustiosas citas bibliográficas. Y no es que me rehúse, yo también vivo inmerso en ello; soy de los que no dice su nombre sin antes hablar de lo que hace. Pero de repente lo que hago, toda esa suma de habilidades y destrezas, todas esas conexiones neuronales parecen insuficientes.

No me malinterpreten, lo que escribo no es el resultado una preocupación por el hombre, no es una profunda búsqueda espiritual, esto es egoísmo puro. Mi cara es la de un niño, mis manos son las de un niño y a esta edad solo se piensa en uno mismo. Voy al mismo bar todas las noches, empezando por los martes; es un lugarcito que tiene las paredes rojas y unos cuantos habituales. Siempre son los mismos personajes y por ello las conversaciones se convierten en círculos viciosos, ruedas que giran eternamente dejándose acunar por músicas tristes. Todos sufren por los mismos amores de hace un par de años y todos tienen la cara amarga de tanto trago caro. Yo me he convertido en uno de ellos, lo que me hace especialmente miserable. Antepongo el especialmente solo por que estoy hablando de mi mismo, pero sobretodo por que soy increíblemente vanidoso.

Si alguno de nosotros hubiese sabido desde el principio que nuestros padres nos iban a criar para ser unos completos ineptos, tal vez hubiese habido remedio para toda esta maraña de saberes empalagosos. Supongo que es demasiado tarde para eso, ya estamos viejos y lo único que nos queda son los pequeños bares de paredes rojas. Todo este hastío me revuelve el estomago, escupo palabras por que ya no queda saliva en mi boca para despreciar al mundo. No me pidan monedas en la calle, por que probablemente terminare por enseñarles a tildar palabras en desuso o a interpretar poesía francesa, otra de esas tantas cosas inútiles con las que tenemos que cargar.

La poesía esta mandada a recoger, ahora hay rockstars y guitarras eléctricas que consiguen los mismos resultados, conmueven de las mismas maneras y además hacen dinero con ello, consiguen fama revolcando sentimientos y la obtienen al instante, sin tener que esperar la muerte para ello. Por eso yo estoy en desuso, por eso yo también tengo la cara larga y el bolsillo vacio y tal vez sea por eso que mis ansias de éxito murieron hace ya muchos años; probablemente yo mismo las maté, tal vez en un momento de lucidez las tiré en el lavabo y encendí un cerillo para tener la certeza de no volver a verlas nunca mas.

Toda esa masa de gente que me cruzo por la calle, toda esa masa de libros leídos y por leer, de películas extranjeras por conocer, toda esas mentes ansiosas por demostrar cuan brillantes son. ¡Cuanto las desprecio! ¡Cuanto me asquean! Pero aun así me encuentro enamorado de la mía, total y profundamente enamorado y eso no es culpa de nadie, ni siquiera de mi mismo. Le he perdido el gusto a todo y escribo solo para quejarme, por que ni en el piso, ni en las paredes caben mas quejas, entonces me quejo del mundo en el papel: Material miserable, escupidero, posadero de nalgas, asqueroso pantano lleno de desechos.

Cuídense del papel por que es traicionero. El muy descarado siempre se torna contra uno, regresa para tomar venganza, se devuelve desde el más allá para gritarnos en la cara, para vomitarnos en la cara toneladas de letras que nosotros mismos pusimos allí: “Eres malo” nos dice sin sobresaltos, sin pasión, sin emoción alguna: “Eres malo” y nosotros temblamos bajo su sombra. Al papel lo tomamos blanco, inmaculado y empezamos a profanar su sacratísimo cuerpo con puntos y comas, hasta que arrebatados de tanta monocromía terminamos por creer que eso que acabamos de parir sobre ese trozo de nada es realmente bueno, ¡pero no lo es! ¡Nunca lo es! Maldito sea el papel y maldita sea la poesía, maldito sea yo por escribir en lugar de pintar o hacer música, ¡Maldito sea yo por no saber dibujar ni un conejo sobre la nieve! Malditas sean todas esas mentes que aun no han nacido y en las que retumbaran mis palabras, las mismas que seguramente nunca oirán, de las que posiblemente nunca sepan absolutamente nada.

El día en que me muera quiero que me entierren en la terraza del bar, quiero que me lloren aquellos que no conocí, quiero que lloren sobre el cadáver de alguien que nunca los quizo, que los desprecio infinitamente, que lloren por que mi molesta presencia no los deja saborear sus tragos, que se desesperen por que mi hedor no les permite cantar sus canciones o terminar de alabarse unos a otros. Y no es por que sienta la necesidad de ser despreciado, no, yo también soy un hipócrita, yo también saludo cuando llego y me despido cuando me voy, yo también dejo pasar a las niñas primero en la fila para el baño, esperando poder llevarme a una de ellas a la cama e invento mil hazañas acerca de mi vida para que mis logros las deslumbren. Yo también soy un despojo de la mente humana, de su inmenso e increíble desarrollo, yo también rezo por la salvación de los genios y lloro cuando desaparece mi programa favorito de TV.

Todo esto que escribo es solo para mí, ¡jamás lo publicaría! Todo esto es únicamente lo que pienso cuando me aburro de oír música. Son mis voces calladas las que me dictan esto, no soy yo realmente quien lo piensa, no soy yo quien lo escribe. Yo que llevé a mi novia de la mano y la espere mientras se arreglaba para salir, yo que llamo a mi mama para su cumpleaños, yo que nunca he dormido con mas de una mujer a la vez, yo que tomo latte helado en el café que apoya a los campesinos de mi país, yo que veo repeticiones de sit comedies gringas gracias a mi programador de cable local, yo que recibo correos electrónicos de mis amigos de toda la vida. Yo no soy quien piensa esto, yo que vivo feliz con mi vida, yo que soy toda una persona de bien.

14/11/07

Pizarnik suicida, animal de monte que se llena de brillos los ojos con farolas de carretera.
Pizarnik, bruta suicida, ¿por que no esperaste a María Mercedes?
Hubiesen sido las mejores amigas.
Tal vez algún optimista que crea en el limbo (ya ni la iglesia siquiera), sueñe con ustedes juntas rasguñando cavernas.
Alguien, no yo. Yo vivo gracias a Jebús, rezo por las noches, odio la poesía y me baño a baldados de agua fría.
Yo, gracias al catequismo, soy un hoyo negro, una maldita descreída.

13/11/07

Accion y reaccion

Lo mas extraño fue cuando le dio la espalda sabiendo que no iba a voltear, que no iba a regalarle esa mirada desde lejos. En ese momento pensó que después de todo no era tan feliz, que esta era otra relación que no le llenaba del todo. Ese tipo de cosas siempre son como piedras en la cabeza, de las que uno no puede salvarse, así quiera. 
No podía ocultar que mientras ella hablaba sin parar, pensaba en la razón por la que, a pesar de lo desastrosa que fue la anterior, se sentía mucho mas verdadera, mas tangible. Tampoco pudo negar que en un momento pensó en volver atrás. 
Entonces se preguntó a sí mismo por qué no voltear era una decisión tan inamovible, una regla de oro, algo en lo que no pensaba ceder. Se pregunto en que punto de su vida estaría en este momento para actuar de la manera en la que lo hacía: esa actitud poco interesada, poco dada a ruegos e insistencias ¿Será que definitivamente era incapaz de darse a la otra persona? ¿Era alérgico al sentimiento?, ¿a la sola idea de sentir? Sonaba absurdo, era como decir “Voy a dejar de comer por que no quiero sentir nunca más esta hambre abrumadora”. 
No se quería enamorar. 
-"¡Voy a ser una femme fatale hasta el día en que me muera!". 
No quería querer. No quería dejar un ojo, un brazo, una pierna en cada relación. No quería mutilarse por amor y por eso no se quedaba, no era por más. Aunque uno no controla eso. 
-"¡Claro que si!
No. Finalmente, es incontrolable. Es total y completamente incontrolable. 
Imposible controlar el vértigo que produce el acostarse junto al otro y caer en cuenta, de repente, que su olor, su respiración son cosas tan ajenas, tan desesperadamente ajenas a uno, que resulta total y completamente hermoso. Es decir, es hermoso ver que toda esa mierda que uno es, todo ese hueco negro en la mitad del pecho, ese dolor que solía dar al caminar y al hablar solo, se va llenando poco a poco, se va calmando poco a poco, con todo lo que emana de ese pedazo de carne que se mueve y se queja entre dormido justo a lado. Y aun así…
- ¿Que te pasa?, ¿No puedes dormir?
- Hmmm, No. He estado pensando que quiero alejarme.
- Si, suena bien: pasar unos días en otro lado, tal vez en la playa, dormir en una hamaca, tomar sol, alejarse del computador.
- No, no. Alejarme de todo: de los amigos, de esta casa, de mi mismo, sobretodo de mi mismo... (De ti, realmente de ti)
Las peores revelaciones son, en definitiva, las que nacen de uno mismo, las que no se pueden negar por mas veces que uno se diga que lo que nada de eso es real, y que lo que uno teme que pase no va a pasar, justo en el preciso instante en que las cosas están sucediendo. 
En ese momento, cuando se despidieron en la calle todo fue tranquilo. Pero luego ¡Tas! La pedrada. Ahora, estando lejos, se daba cuenta de que tal vez todo fue un acto reflejo. Todo: conocerse, dormir juntos, hacer una vida. Defraudarse, dejarse. Ahora, en retrospectiva, entendía como ninguno de los dos había sido culpable y, también, que ambos fueron tan culpables como en algún momento de esa vida pudieron llegar a serlo.  

9/11/07

Nostalgia # 3

Sentada aquí en el borde de mi ventana pienso en mis hijos. 
Los veo a todos, donde quiera que estén y juego con ellos, con sus vidas, por horas enteras, 
mientras bebo té de limonaria para calmar los nervios. 
A veces simplemente fumo un cigarrillo y entonces mis hijos se amontonan en grandes grupos allá en el fondo de mis recuerdos.
El té se enfría demasiado pronto, lo cual es una lastima. Hay días en que exijo una taza más pequeña, porque la grande no conserva el calor. No me hacen caso. Tal vez si alguno de mis hijos dijera lo mismo acerca de la taza si lo escucharían, su voz seguramente seria más enérgica y limpia, 
no como la mía que se cansa con las vocales y convierte las eses en un silbido molesto.
Aquí desde la ventana me parece poder tocarlos a todos, sentir el olor de sus pieles limpias y sus cabellos suaves; aquí desde donde estoy los imagino a todos en una gran montaña donde cantan y ríen, o en un árbol sentados, esperando a que caiga la primera naranja para saltar sobre ella y devorarla.
¡Son tan hermosos mis hijos!
Aquí dentro el aire es caliente y se puede salir a caminar de noche, tal vez muchos de ellos viven en lugares demasiado fríos y se aburren los viernes por que llueve y no pueden salir. 
Creo que los quiero demasiado. 
Aquí sentada, en el borde gris de mi ventana, hastiada de la vida entera y de la limonaria, siento que son lo único bueno de mí: ellos, allá afuera. Después de todo mi ventana es pequeña, pero el mundo es grande y algunas veces bonito. Puede que de vez en cuando les agrade. ¡Ojala que algo les agrade! Yo en cambio ya no me preocupo por eso, ahora llevo otra vida aquí dentro, donde esas cosas no son indispensables. Aquí solo me preocupo por tener una taza pequeña, un cigarrillo de vez en cuando y la ventana abierta para poder sentarme en el borde a pensar en ellos.

Gatito Gris

Carmenza tenia las manos largas, no era ni alta ni baja y hacia poco se había teñido el pelo de un negro azul que la hacia aun menos brillante. No era ni lista ni tonta, pero había cometido la ineficacia de estudiar una carrera para gente adinerada, lo que tampoco tenía la suerte de ser.

Carmenza vivía en un pequeño apartamento en la mitad de la ciudad. Intentó tener un gato, pero este murió a los 3 días. Era demasiado pequeño, le dijeron. Se divertía moderadamente; daba pequeños paseos nocturnos y se mantenía al día de las novedades gracias a las vitrinas de los almacenes. A veces, al sonreír de cierta manera, algunos la encontraban “agraciada”.

A Carmenza le gustaba el Jazz y de vez en cuando compraba un buen disco en rebaja. Su trabajo en una librería le permitía leer los suficientes libros como para poder sostener una conversación medianamente decente; sin embargo, su mala paga jamás le acreditaba la relectura requerida para aspirar a algo más que ello. Tenía un abrigo negro bastante bonito, heredado de su madre, y unas gafas vintage que le cubrían la mitad de la cara.

Así pasaba sus días, enfundada en la pesada tela del abrigo y en el opaco cristal de sus lentes de sol. No le molestaba comer pizza todos los días en el mismo sitio, ni ver la gente pasar llena de bolsas de colores provenientes del centro comercial cercano. De noche al llegar a su casa, calentaba un té y se quitaba los zapatos, respiraba profundo y se tendía en su cama a oír a Dinah Washington, Duke Ellington, Chet Baker o Nina Simone. Mientras se quedaba dormida Carmenza se soltaba el pelo, se quitaba las gafas y dormía sin sueños toda la noche.

Era una vida segura, alejada de todo sobresalto o emoción pasajera, y ella estaba bien así. Algunas veces, cuando iba a mercar, siempre muy tarde en la noche, se cruzaba con la mirada de un chico que ocasionalmente le sonreía y ella se sentía contenta; se decía a sí misma que necesitar algo más que eso seria una completa tontería. Entonces agachaba la mirada y sonreía de vuelta, mientras apretaba más fuerte el canasto de la compra. A veces hubiese querido decir hola, pero entonces por alguna extraña conexión mental, se acordaba de su gatito.

Un viernes en la mañana, Carmenza se duchó como regularmente lo hacía. Mientras cerraba la llave del agua y trataba de alcanzar una toalla azul a rayas con la mano izquierda, Carmenza pisó un sobrante de shampoo para cabello teñido que había caído al azulejo de la ducha. En cuestión de segundos Carmenza resbaló sobre el azulejo, y en una desafortunada vuelta de trescientos sesenta grados su cabeza se golpeó contra el inodoro. Su muerte fue instantánea.

La noche anterior, mientras escuchaba a Billy Holliday, Carmenza había decidido que la próxima vez que se cruzara con el chico del mercado, le sonreiría sin agachar la mirada. Sin saberlo se había evitado un dolor. El chico, hacía ya un buen tiempo, había empezado a salir con una rubia que se sentaba a fumar en las escaleras de enfrente del mercado, y de la cual había logrado no solo una mirada, sino también un: “Disculpa? Tienes un fosforo?”